sábado, 18 de febrero de 2017

De Colliure a Almería


      Un paso y te detienes ante la puerta que sabes con llave. Aun así manipulas la manija.
     —Abre —dices.
    Silencio. Das dos golpes.
     —Que abras.
   Mueves la cabeza ante el firme Belfast en que ha convertido la puerta del baño.
      —Estoy sentada.
     Escuchas a Rosalía. La Rosalía que conoces tan bien. La que permanece en las paredes, en sus cosas, en todo aquello que reclama suyo —En tu cabeza, no olvides mencionarlo—. La que grita:
     —Sentada.
    Tres años y lo mismo, desde el primer día. Le disgusta que la mires maquillarse, que la mires desnuda —excepto, claro, en esos momentos. Al caer la ropa caen también las murallas y resplandece. Lleva el control, siempre lleva el control. Nada dicen entonces. Mucho, decíamos mucho: el sudor, la piel, el hambre, los gemidos. Las quejas—, le disgustan los después, la incomodidad en cuerpo y sábanas.
     —Necesito entrar.
     —Espera.
    —Se me hace tarde.
  Dios mío, la hora que es, tendrás que romper varias reglas de tránsito para llegar a tiempo y ella:
     —Quítate de la puerta. Ya te dije, estoy sentada.
     Sentada.
    —Por favor.
     —¿Quieres que me enoje?
    Tres años de respetar puertas con cerrojo, de verla deambular por la habitación envuelta en una toalla revolviendo closet y cajones. Al final: vete, ya iré yo.
    El aburrimiento.
     —¿Por qué no eres diferente?
     Tantos reclamos.
    —¿Qué te cuesta?
     A los veintitrés te encuentras tan cansado.
      —Ay, Felipe. Eres tan ordinario.
      Y mediocre y rutinario. Común. Nunca harás nada diferente, nunca. A los veintitrés te levantas con todas las ganas para que ella las mate de plano.
      —Tú sabías que festejaríamos la Nochebuena en casa de mis padres. Un año con los tuyos y el siguiente con los míos. ¿Recuerdas?
      Rosalía derrumbada en la cama.
      —¿Recuerdas? Nochebuena con ellos y Nochevieja donde tú quisieras.
      —No —Su voz es apenas audible bajo de la almohada.
    —Por favor, levántate. Si ya estás lista. No hagas que te ruegue, no me gusta. Por favor.
      —No.
      De Colliure a Narbona hay ciento cuatro kilómetros y a Béziers ciento treinta. El letrero en carretera ha llamado a diario tu atención. ¿Y si me siguiera de largo? Más allá del hotel en que trabajo. ¿Y si continuara por la autopista hasta agotar el combustible, luego a pie, de aventón, la mochila a la espalda? Suena bien. Este maldito sentido de la responsabilidad.
      —Eres tan predecible. Cómo me gustaría que me sorprendieras. Los verdaderos hombres sorprenden. Y tú...
     —Yo solo quiero que estés bien. ¿No te das cuenta?
     —¿Estar bien? ¿Tenerme encerrada en un departamentito de un cuarto piso mientras vuelves del trabajo es estar bien?
     —No es eso. Tus estudios. Las vacaciones.
      —¿Mis estudios qué? ¿También te duelen? Yo sí voy a terminar una carrera. No como otros. Y para que lo sepas: vivimos en playa. Ir a la playa no son vacaciones.
      De Colliure a Pineda son ciento cuarenta y cuatro kilómetros en auto. Por mar es otra cosa. Depende del viento y la pericia que se tenga.
     —¿Vienes?
     —Ya te dije que no.
     —Vamos. Y mañana te llevo a Tolosa, o a donde quieras. Muy lejos del mar. Aún queda una semana de vacaciones.
     —No insistas. ¿Quieres que me enoje? Además, mañana iré a Port-Argelès con los de mi grupo. Tú haz lo que quieras; nos veremos a la noche.
     De Colliure a Badalona son ciento noventa y dos kilómetros y de allí a Almería ochocientos nueve. Ser instructor de natación y velerismo tiene sus ventajas. No lo tenía en mente. Al menos, no en ese momento. Un paseo para distraerme, cosa de unas horas, anoté en la bitácora del náutico; pero el repentino mal tiempo se puso a modo. Y el alargo roto del timón que me obligó a acercarme a la costa. Badalona a un palmo. Uno ve la oportunidad y se sumerge en ella abrazado a lo poco que se tiene. Qué importan las olas o el viento. Después fue caminar un buen rato. Más tarde en autobús. Me duele el Sun fast, cinco años con él y dejarlo a la deriva. Seguro ya lo recuperaron. Lo demás no duele.
     Dejas de hablarle al espejo del mar, roto ahora por las olas que desplaza un carguero. Miras detrás. Si te apuras estarás en la Alcazaba antes que se ponga el sol. No está tan lejos del puerto donde llevas horas escudriñando el Mediterráneo. Dicen que allá la vista es preciosa.
     De Almería a Colliure hay novecientos ochenta y ocho kilómetros y una frontera de por medio. Suficiente, amor.



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