martes, 24 de mayo de 2016

Ternura o pasión



Ternura o pasión

urdimbre
pozo de deseo, de ti
único

Bajo tu rostro y tu piel
inquieta
siempre inquieta
entretejes tus sueños

Sangre de tiempo
de interminables desgarres
uno al otro
lo tuyo es yo mismo, dentro, fuera
cuando cavo la tumba
en que vivos yacemos

martes, 3 de mayo de 2016

Rumoraciones



Ciega la mano que arrastra un corazón de vidrio

¿De quién hablan las piedras
que las entrañas traspasa y cenizas vuelve?

Lava endurecida que invisibles hilos controlan

A veces se rompen

martes, 19 de abril de 2016

De noche

      Se está tardando. Rosaura no puede retirarse en tanto la computadora no termine sus procesos y ella, vamos, vamos. Del cubículo vecino surge un aroma a pan tostado y café que le revuelve el estómago. No han comido otra cosa en catorce horas. Alejandra le dice algo de que la temperatura está cada vez más baja y que se espera que en la madrugada empeore, ¿cuánto más?, ha sido el peor de los otoños, espérate al invierno y sus lluvias todo el día. Rosaura le contesta que de acuerdo y da palmadas al escritorio, más pendiente de lo que ocurre en la pantalla que de Alejandra.
     Al fin se apaga. Rosaura retira su USB y toma su bolso. Se ajusta el abrigo, la bufanda. Suspira.
     —¿Puedes acompañarme? —pregunta a Alejandra por encima del panel del cubículo y el crescendo de un aria instrumental—, ya todos se fueron.
     —Dale con lo mismo, niña, son cinco pisos, ¿qué puede pasar?
     —Que está muy solo.
     Alejandra llena su taza con café dos dedos justos por debajo del borde y agrega leche descremada y un sobre de endulzante. Después la deja junto al teclado y pausa la música, siempre ajena a Rosaura, que aprieta labios, dientes, muslos y las ganas de orinar, pero no va a reclamarle (ni loca que estuviera).
     —Como tú ya acabaste —Alejandra se levanta de su silla, Rosaura la sigue—, lo que es a mí me faltan dos informes y son las nueve, voy para largo. ¿Ves? —le muestra el pasillo a la entrada de la oficina—, tan tranquilo.
     Rosaura no sabe que es peor, si el eco en el pasillo, el apurado taconeo de su amiga los treinta metros camino a los elevadores o el retumbo intenso de su corazón.
     —Las niñas —dice—, si al menos mi madre las cuidara mejor. Cuando llego están hambrientas, mami, mami, mami, y las tareas sin terminar.
     —Qué esperabas, con la edad de tu madre, gracia hace de cuidártelas.
     —Es lo que me preocupa, su edad. ¿Y si alguien se metiera a la casa? ¿Si la empujaran?, ¿si la golpearan? O si algo me pasara a mí ¿te imaginas? ¿Qué sería de mis hijas sin mí?
     —Ya, ya, la televisión te está afectando, no te creas todas las historias que se inventan. Pero anda, entra de una vez al ascensor que tengo que regresar a trabajar, buenas noches.
     —Buenas noches.
     Una vez sola, Rosaura oculta el bolso bajo el abrigo y lo oprime todo lo que puede contra su pecho mientras el ascensor desciende entre la quietud de pisos y oficinas.
    Al abrirse las puertas, mira a uno y otro lado del oscuro vestíbulo. Da un paso fuera, dos, sus tacones resuenan con tanta fuerza que retrocede a la seguridad del elevador. Su espalda se estrella contra el metal de las puertas cerradas. El tablero le indica que el elevador anda por el tercer piso y hacia arriba. Está sola en una penumbra rota apenas por la lamparilla del recibidor. Allá irá. Se descalza, guarda las zapatillas en su bolso (la de cosas que una lleva en el bolso) y corre directo a la entrada para emerger a una noche solo niebla. ¿La camioneta? ¿En dónde aparcó la camioneta? Hace memoria y vuelve a correr, ahora hacia el estacionamiento. En cincuenta metros hay cincuenta kilómetros y en la niebla ojos. Miradas. Miradas y manos por todas partes. Manos extendidas que la tocan y jalonean, que la derriban. Comienzan a arrancarle la ropa. Defiéndete, piensa, muerde. Imposible, la estrangulan con su propia bufanda, pronto se desvanecerá. Vamos, muerde. MUERDE.
     —Señorita —está diciendo el velador—, señorita ¿la asusté?
     Él intenta sonreírle, muy atento a sus manos. Rosaura apenas atina a encontrar las llaves del auto en el laberinto de su bolso.
     —Yo…
     —Perdón si la asusté—la interrumpe—, vi su camioneta y decidí esperarla cerca. Por si acaso. Ya sabe cómo están las cosas hoy en día.
     —Y se lo agradezco, en serio que se lo agradezco.
    Rosaura se despide del velador y enciende la camioneta. Cuando arranca, empieza a reírse de ella misma. Hasta las lágrimas. Por eso no ve en el retrovisor la silueta del hombre que, más atrás, puñal en mano, desaparece entre la niebla.



martes, 9 de febrero de 2016

Juan Nepomuceno


    —Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno.
    —¿Oíste? Allí está otra vez.
    —Sí, muy apenas un susurro, pero clarito.
    —Y Carlos, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno, así me llamo. Está en el acta de nacimiento, ¿lo ve? Sí, la caligrafía es distinta. Y el color. Jamás lo validaron.
    —No se calla.
    —Nací en Sayula, el dieciséis de mayo de 1917. No en Tuxcacuesco ni en Apulco. Anote bien: Sayula. Jalisco. Siempre cambian todo.
    —Igual que mis abuelos.
    —¿Qué cosa?
    —Mis abuelos. También eran de 1917. Los dos. Y la constitución, Pedro Infante, la revolución de los rusos. Tanto.
    —Ay, mujer. Lo que se te ocurre.
    —Espera.
    Se escuchan nuevas voces avanzando por un lado, rezos, canciones de un trío por el otro.
  —Esa me gusta, Aurelio. Me recuerda cuando nos casamos.
    —Te veías preciosa, Carmelita.
    —Y tú tan guapo.
    —Te extrañé.
    —Fue un asunto de trabajo, de escribir a ver qué salía y llenar páginas y páginas. Escribir produce una ansiedad tremenda, una ansiedad de la que uno quiere salir. La búsqueda del ideal.
    —¿Pues con quién habla?
    —Quién sabe. Dan escalofríos.
   —Dicen que era muy callado.
    —No parece.
    —Mi Juanito fue tranquilo desde niño, aunque un poco hosco y extraño. Como todos en la familia.
    —Escribía en cualquier parte: en la calle, en el trabajo, luego en casa, de doce de la noche a cinco de la mañana. Párrafos que dejaba a la mitad para encontrar el hilo a la siguiente noche. Fueron trescientas páginas escritas en cuatro meses que al final quedaron en ciento cincuenta. Pareció como si me las dictaran.
    —¿La leíste? Recuerdo que la dejé en el cajón de tu buró, junto a los demás libros.
    —No toda. Nunca la entendí.
    Llanto. Al principio débil, para aumentar a medida que el rumor lento de un vehículo, y el agobiado de unos pasos, se acerca. Siguen de largo.
    —A mi Juanito le gustaba jugar solo y leer. Sobretodo leer.
    —¿Quién más está hablando?
    —Ya, Carmela.
    —¿Carmela?
    —Carmelita. No te metas donde no te llaman.
    —Para qué hablan tan alto. Una tiene oídos. Ha de ser su madre por la forma en que le habla. Se nota que lo quiere.
    —Allá ellos.
    —Sí, tú siempre tan despegado. Yo te quería, Aurelio. ¿Y tú? Desde que te encontré no me lo has dicho.
    —Estamos juntos. ¿No te basta?
    —No es lo mismo. Me dejaste tan de repente. De veras que me hiciste sufrir.
   —No fue mi culpa.
    —Como si lo fuera.
    De nuevo las voces, los rezos apagados. Un crujido en la pared atrae sus miradas hacia ese punto. Alguien cambia de posición.
   —¿Escuchas?
    —Se mueve. ¿Se estará acordando de algo?
    —Puede ser. Dicen que le gustaba el silencio, que costaba mucho sacarle las palabras.
    —Uno se elimina de la historia, se desprende. Si el personaje no funciona y el autor le ayuda a sobrevivir, falla.
    —A mí también me costaba sacarte las palabras.
    —Era retraído.
   —No, Aurelio. Lo hacías para hacerme sufrir. Cuánto te guardarías en la cabeza.
   —No empieces, mujer.
    —¿Empezar? Si no terminé. Si abrí por completo las llaves de la bañera y aguanté mantenerme bajo el agua fue porque ya me urgía verte. No me gustó que nos quedáramos a medias.
    —Con razón hueles a tierra mojada.
    —Vete acostumbrando. Estaremos juntos siempre: yo enterrada arriba, tú abajo.
   Otra vez pasos, ahora encima de ellos. Risas de niños. Saltos. Una voz molesta que los llama. Carreras. Vuelve el silencio, la voz:
    —Pedro Páramo fue la búsqueda de una imagen, de Susana San Juan. Hilos colgantes de escenas cortadas donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo y quien lee llena los espacios. Allí reside mi escritura.
    —¿Por qué dejaría de escribir?
    Más crujidos. Unos tímidos golpes en la pared de la fosa vecina acompañan al susurro desencantado que se los aclara:
    —Porque me dio la gana.