martes, 9 de febrero de 2016

Juan Nepomuceno


    —Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno.
    —¿Oíste? Allí está otra vez.
    —Sí, muy apenas un susurro, pero clarito.
    —Y Carlos, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno, así me llamo. Está en el acta de nacimiento, ¿lo ve? Sí, la caligrafía es distinta. Y el color. Jamás lo validaron.
    —No se calla.
    —Nací en Sayula, el dieciséis de mayo de 1917. No en Tuxcacuesco ni en Apulco. Anote bien: Sayula. Jalisco. Siempre cambian todo.
    —Igual que mis abuelos.
    —¿Qué cosa?
    —Mis abuelos. También eran de 1917. Los dos. Y la constitución, Pedro Infante, la revolución de los rusos. Tanto.
    —Ay, mujer. Lo que se te ocurre.
    —Espera.
    Se escuchan nuevas voces avanzando por un lado, rezos, canciones de un trío por el otro.
  —Esa me gusta, Aurelio. Me recuerda cuando nos casamos.
    —Te veías preciosa, Carmelita.
    —Y tú tan guapo.
    —Te extrañé.
    —Fue un asunto de trabajo, de escribir a ver qué salía y llenar páginas y páginas. Escribir produce una ansiedad tremenda, una ansiedad de la que uno quiere salir. La búsqueda del ideal.
    —¿Pues con quién habla?
    —Quién sabe. Dan escalofríos.
   —Dicen que era muy callado.
    —No parece.
    —Mi Juanito fue tranquilo desde niño, aunque un poco hosco y extraño. Como todos en la familia.
    —Escribía en cualquier parte: en la calle, en el trabajo, luego en casa, de doce de la noche a cinco de la mañana. Párrafos que dejaba a la mitad para encontrar el hilo a la siguiente noche. Fueron trescientas páginas escritas en cuatro meses que al final quedaron en ciento cincuenta. Pareció como si me las dictaran.
    —¿La leíste? Recuerdo que la dejé en el cajón de tu buró, junto a los demás libros.
    —No toda. Nunca la entendí.
    Llanto. Al principio débil, para aumentar a medida que el rumor lento de un vehículo, y el agobiado de unos pasos, se acerca. Siguen de largo.
    —A mi Juanito le gustaba jugar solo y leer. Sobretodo leer.
    —¿Quién más está hablando?
    —Ya, Carmela.
    —¿Carmela?
    —Carmelita. No te metas donde no te llaman.
    —Para qué hablan tan alto. Una tiene oídos. Ha de ser su madre por la forma en que le habla. Se nota que lo quiere.
    —Allá ellos.
    —Sí, tú siempre tan despegado. Yo te quería, Aurelio. ¿Y tú? Desde que te encontré no me lo has dicho.
    —Estamos juntos. ¿No te basta?
    —No es lo mismo. Me dejaste tan de repente. De veras que me hiciste sufrir.
   —No fue mi culpa.
    —Como si lo fuera.
    De nuevo las voces, los rezos apagados. Un crujido en la pared atrae sus miradas hacia ese punto. Alguien cambia de posición.
   —¿Escuchas?
    —Se mueve. ¿Se estará acordando de algo?
    —Puede ser. Dicen que le gustaba el silencio, que costaba mucho sacarle las palabras.
    —Uno se elimina de la historia, se desprende. Si el personaje no funciona y el autor le ayuda a sobrevivir, falla.
    —A mí también me costaba sacarte las palabras.
    —Era retraído.
   —No, Aurelio. Lo hacías para hacerme sufrir. Cuánto te guardarías en la cabeza.
   —No empieces, mujer.
    —¿Empezar? Si no terminé. Si abrí por completo las llaves de la bañera y aguanté mantenerme bajo el agua fue porque ya me urgía verte. No me gustó que nos quedáramos a medias.
    —Con razón hueles a tierra mojada.
    —Vete acostumbrando. Estaremos juntos siempre: yo enterrada arriba, tú abajo.
   Otra vez pasos, ahora encima de ellos. Risas de niños. Saltos. Una voz molesta que los llama. Carreras. Vuelve el silencio, la voz:
    —Pedro Páramo fue la búsqueda de una imagen, de Susana San Juan. Hilos colgantes de escenas cortadas donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo y quien lee llena los espacios. Allí reside mi escritura.
    —¿Por qué dejaría de escribir?
    Más crujidos. Unos tímidos golpes en la pared de la fosa vecina acompañan al susurro desencantado que se los aclara:
    —Porque me dio la gana.




      


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