domingo, 22 de marzo de 2015

Rosarito


      Después de la carretera, el camino continúa por terracería durante un largo trecho; luego es simple tierra apisonada, hasta volverse vereda. En ese punto se deja el automóvil y se sigue a pie. Dos horas de irse internando entre las montañas, a veces lomas, otras nada más ondulaciones, y de nuevo montañas en toda la extensión de la palabra. Hasta donde alcanza la vista todo es verde, verde brillante, como si a la floresta la hubieran tratado con zumo de limón o de naranja. El cielo, de un azul añil, se mete en los ojos, más parecido a un óleo que a un cielo verdadero.

     En cuanto aparecen en el horizonte las cinco montañas más pequeñas, muy juntas y con idénticos lomos redondos y enormes protuberancias rocosas en la cima, ya se sabe que anda uno cerca. Ahí, detrás, con el mismo nombre para pueblo y montañas, se encuentra Rosarito.
    El pueblo se ve nada más cruzar las primeras cumbres. Una imagen que recuerda las estampas de los cuentos infantiles o las acuarelas de algún artista local: casas de muñecas, con techos a dos aguas, de un rojo encendido, paredes blancas y chimeneas siempre humeantes. Junto a ellas, el infaltable corral y la parcela bien trazada.
     Más que un pueblo, Rosarito es un caserío. Veinticinco casas para ser exactos, o veinticuatro, si a la casa del alcalde se le da el nombre de alcaldía y se descuenta. Rosarito es, entonces, un pueblo de veinticuatro, o veinticinco casas, una Iglesia y una pequeña plazuela en el centro.
   Rosarito tiene ciento veinticinco pobladores. De ellos, setenta y tres son mujeres y cincuenta y dos, hombres, que, distribuidos en grupos de edad, corresponden a quince mayores de sesenta años, cincuenta adultos, entre los veinticinco y los sesenta, veintidós jóvenes, entre dieciocho y veinticuatro, y treinta y ocho niños, de cero a dieciocho años. Según los datos del último censo.
      El principal trabajo en Rosarito es el de labrador. También hay un peluquero, que hace de médico y ebanista; un sacerdote, que oficia por las mañanas y se sigue de herrero el resto del día; un boticario, que no ejerce de médico, aunque la tradición lo obligue, sino de hábil fontanero. Y el señor alcalde, que no sirve para otra cosa. Existen otros oficios, claro. Sin embargo, la narración solo tomará en cuenta a éstos, por tratarse de los directamente involucrados.
     Rosarito es un pueblo alegre y amistoso. Sin registros de robos, ni riñas, ni malos entendidos. Un pueblo feliz. Excepto por (toda historia tiene sus exceptos), y si la memoria no falla, un suceso acaecido quince años atrás, cuando una mujer muy joven, abandonó el lugar mientras todos dormían. No obstante, y en vista de que el tiempo y la extensión de este relato ocuparía algo más de seis cuartillas, nos olvidaremos de la mujer que se marchó, para iniciar nuestra historia quince años después, es decir: hoy, coincidiendo, paradoja del destino, con la llegada al pueblo de una jovencita.
     Primavera. Es mediodía. Ella entra al pueblo, seguida por la mirada inquisitiva de sus habitantes, desde su descenso del paso entre las montañas, hasta la fachada de la alcaldía. Hacía años que nadie paraba en Rosarito y la que llega es casi una niña: por su rostro, que aún las pecas no abandonan, por su cabello repartido en dos trenzas rematadas con grandes moños amarillos, y por su manera de caminar y observar los alrededores. Sonríe.
    —Soy el alcalde —se presenta aquel. Sabe suya la obligación de recibir a la recién llegada, así lo establece el protocolo.
     —Y yo la hija de Isabel Escudero.
     —Isabel Escudero —palidece el alcalde.
    —Isabel Escudero —el sacerdote-herrero suelta el mazo, por poco y encima de su propio pie.
  —Isabel Escudero —el peluquero, y médico y ebanista, desea esfumarse. Cualquier sitio, menos allí.
     —Isabel Escudero —gime el boticario.
     —Isabel Escudero —el nombre queda en el aire de aquellos que puedan recordarlo.
    Porque el alcalde no ha olvidado a su antigua asistente (y antigua novia del boticario). A pesar de los años transcurridos. Qué momentos aquellos. A puerta cerrada y con el novio convenientemente atareado al otro extremo del pueblo:
     —¿No será ésta mi hija? Me descubrirán.
    —Dios mío —murmura el sacerdote y se santigua—. Castigo divino. Estuve con una mujer; encima, de mi prójimo. Señor ¿qué acaso ésta niña...?
    —¿Por qué, por qué? Mi mujer me matará si se entera y todos en el pueblo me odiaran —el peluquero se truena los dedos—. Pero, ¿cómo haberme negado? Isabel era tan bella, tan dulce, y uno tan débil. Jamás imaginé su estado cuando se marchó… ¿Mi hija?
     —No me lo dijiste, Isabelita —enjuga sus lágrimas el boticario—. Yo tuve la culpa: por no casarme contigo te fuiste con tu vergüenza.
     —Algo pasa —piensan las mujeres, al ver el cuadro de sus maridos frente a la alcaldía. A leguas se les nota —.¿Quién es esa muchacha?
    —¿Qué hacer? —tres pensamientos al unísono—. Nadie debe enterarse. De ninguna manera.
     —Culpable —sufre el boticario mesando sus cabellos. Más, porque en quince años ha hecho familia y teme a los arranques de celos de su señora. Todavía porta en su cabeza la huella del último cacerolazo—. Culpable, culpable. Que no se entere mi mujer.
      —Desaparecerla —el lamento se cuadriplica—. Será lo mejor.
      Languidece la alegría en Rosarito.
      —La hija de Isabel —el alcalde esboza apenas una sonrisa—. Vaya, qué bien. Y qué te trae por aquí tan lejos, niña. Dime: ¿qué ha sido de tu madre?
      —¿Mi madre?
      Rosarito espera.
      —Murió.
    El silencio se convierte en el mayor de los ruidos, cuando lo arropa la incertidumbre.
      —¿Murió? —repite el sacerdote y vuelve a santiguarse.
      —Sí, en invierno. Antes de morir me dijo que viniera a este pueblo. Que aquí sabrían que hacer.
      »—Solo di quien eres. Te cuidarán, velarán por ti.
     Todos tragan saliva. La incertidumbre es ahora certeza. Claro que sabrán qué hacer. Lo que no debe es descubrirse.
     —Aunque… —La niña baja la mirada, patea una piedra, enrojece—… En realidad no era mi madre. Isabel Escudero me crió a su lado. A mi madre verdadera se la llevó una crecida del río, allá de donde soy.
     Un suspiro colectivo. Abrazos a la niña, palmaditas en la espalda, válgame el señor, mi niña, pobrecita mía. El secreto está a salvo.
      Rosarito es un pueblo alegre y amistoso.
      Un pueblo feliz.


2 comentarios:

  1. ¡Hola!
    ¡Me ha parecido muy divertida la entrada! Quizás es un poco larga la explicación inicial y demasiada concreta, con tanto números y información, no puedo evitar asemejarlo a una especie de censo o estudio. Pero una vez superada esta primera fase que es donde menos gancho hay para el lector, el resto es una situación rocambolesca y bien curiosa. Así que te felicito por el escrito.

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  2. Hola, escritos!
    Sí, esa fue precisamente la idea al introducir el relato así: que pareciera una especie de censo o de folleto publicitario, de esos que hay en las gasolineras o en los autoservicios de las autopistas. También que se diera la sensación de una voz en "off" del narrador, al estilo de muchas películas de mediados del siglo pasado, acompañando a la muchacha en su descenso al pueblo (¿Se lo contaría la madre? ¿Lo leería la joven en algún lado?) Después, zaz, de lleno el drama y confusión que la llegada de un nuevo visitante provoca en los lugares pequeños y apartados más cuando es portadora de una noticia tan comprometida.
    Muchas gracias por el comentario. Saludos.

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