martes, 27 de junio de 2017

Cenizas


      Una línea apenas. Una minúscula rendija, sin espacio para la luz, que se ensancha otro poco y se detiene, incierta todavía. A través de ese velo aparecen los bultos. Algunos se mueven. Detrás, donde la visión no alcanza, se escucha un zumbido que termina en un repentino clic metálico. Zumbido, clic. Zumbido, clic. Zumbido. Muy lentamente un bulto se define. Turbia forma familiar.
     ¡No tan rápido!
    Margarita había llorado. Se adivinaba bajo el maquillaje. Margarita (ilusión, promesas, enamoramiento) había llorado; pero no le dolió verla. Provocaba risa. Risa y pena. A escondidas. Cuidado y lo descubriera. Porque ante Margarita se podía mostrar cualquier cosa, excepto pena por ella.
     Margarita. Te amo, no te amo; te amo, no te amo; te amo… Margarita, mira, queda un último pétalo. No te amo. Así. Sin explicación. Ninguna plausible o sincera. Saliste de mi corazón.
   ¡Por favor!
     El delgado tubo de plástico asciende en espiral, transparente y liquido, y se pierde en un ángulo de la rendija. El zumbido continúa imperturbable: zumbido, clic. Zumbido, clic. Reconoce más la forma.
     ¡Horacio!
    Raquel sostuvo la evidencia frente a sus ojos y le dio vueltas, de un lado, del otro, anverso, reverso, doce por ocho humillantes centímetros de acaramelada pareja. Traición. La fotografía la demostraba, y las veinticinco líneas —se tomó la molestia de contarlas— de amorosa carta que la acompañaba. De acuerdo, abrir correspondencia ajena no fue educado, desaparecerla menos. Sin embargo y ante la sospecha.
     ¿Me oyes?
     Margarita no entendía. ¿Cómo cayó? ¿Bajo qué extraños influjos, encantos, pócima, brebaje? Toda una vida de conceptos, de paradigmas, propios y ajenos, lanzada simplemente por la borda.
    Raquel tampoco entendía. Quizá se había confiado. ¿Cómo no? Eran una pareja idílica, una pareja invulnerable. ¿Qué artimañas doblegaron los votos de fidelidad dándole suficiente valor para abandonar la rutina? Lo ignoraba. Era lo que más dolía.
  ¡Que le bajes! ¡No tan rápido!
     Horacio y su jet sky. Horacio, eterno niño, pagado inestable y lisonjero. Horacio y Carmina. Carmina: una más. La nueva. Le tocaba. Esa maldita, palabra horizontal, cuatro letras, crucigrama completo. Decirla sonaría feo. Horacio, Carmina y jet sky, sonrisas, cuerpos esbeltos, bonita postal marina con sol de fondo y tiernas miradas a la cámara.
     ¡Horacio, Horacio, vas muy rápido!
    El jet sky reventó —un acantilado será siempre más fuerte que la fibra de vidrio— y la cabeza de Carmina, al igual que reventaron otras partes de su cuerpo. Horacio no. Sobran descripciones para la escena.
     En casa, Raquel contempla su jardín asomada a una ventana. Suspira. En el hospital, Margarita también contempla, también suspira. Ya extraña. Extrañan. Amar no es fácil.
    Zumbido clic, zumbido clic. Horacio. Zumbido clic. Horacio, el eterno niño, siempre eterno —qué rostro y qué labios—. Saldrá del coma. Es fuerte, asegura el doctor. No hay mejor razón.
    Margarita, Raquel. Raquel, Margarita. Así los saltos en la pantalla del monitor al que está conectado. Margarita, Raquel. Tantas preguntas. Raquel, Margarita.
     Uno de los bultos se inclina frente a él con una bandeja en la mano. Se define por completo. ¿Ella? Sí, es ella. Aséptica y amable. Claro que es ella. Estarán en su trabajo.
     A ella lo que le parece es que los párpados de él tiemblan, que se esfuerzan por abrirse. No. Imaginaciones suyas. El coma es el coma y al de Horacio le falta. Pero ¿y si vuelve? Que no. Jamás. No es conveniente y va a asegurarse.
    Hace algo en el tubo de plástico. Ella. Está haciendo algo en el tubo que asciende de su muñeca al frasco colgado de un tripíe. Lo manipula y sonríe. Le sonríe —a él, luego a la jeringa—. Antes de clavarla en el tubo.
     —Nada —dirá el doctor terminando de auscultar—. Lástima, tan joven. Avisaré a sus familiares. Margarita, por favor consígame un certificado de defunción. No creí que se nos fuera.
      Margarita guarda con orgullo su cofia en el casillero y sale ligera del hospital. Está feliz. No hay más obstáculo. A casa ahora. Sin Horacio, su fallida experiencia heterosexual, el perdón se acerca. Podrá buscarla —Prometido, nunca volverá a intentarlo. Con ninguno. Ay, estos hombres que todo quieren y solo estorban—. Sí, buscará a Raquel y claro que va a reconquistarla. Bien dicen: donde hubo fuego, cenizas quedan.



miércoles, 19 de abril de 2017

De guardia

    


     —«Los humanos no pueden volar.»
     «¿Cómo?»
     —«El hombre. No puede volar.»
     «Sí puede. Yo puedo. Sin necesidad de concentrarme, simplemente desearlo y ya. Un movimiento de las manos, del pie impulsando, y al aire…»
     —¿Doctor?
     —Perdón señora... Decía ¿su presión?
     —Está cansado, ¿verdad? Se le cierran los ojos. Hace un momento estaba dormido. Mírese, vuelve a cerrarlos.
     «Vuelo, sí. Aquí voy. Entre giros observo (filigranas, caída libre, rizo invertido), observo todo. Descubro.»
     Cabecea. Unas palmaditas en las mejillas para espabilarse mientras aprieta unos parpados de vidrio molido. Los abre, los cierra, los abre. Afloja el carro de la vieja Olivetti y nivela la hoja. Regresa un párrafo. Corrector blanco en las faltas ortográficas, en los caracteres encimados. No quiere volver a la Dirección. No tan pronto.
     —¿Usted escribió estas indicaciones?
     Miradas inquisitivas cuatro días antes: del director del hospital, de un residente de tercero, y del psiquiatra. Este mostraba unas hojas:
     —«Uno: Dieta normal; dos: Signos vitales por turno y cuidados de enfermería; tres: Hoy pagaron y a mí no; cuatro: Metamizol, quinientos miligramos vía oral cada ocho horas; cinco: Sin gas en casa y con el frío que hace; seis: Diclofenaco, una ámpula intramuscular cada veinticuatro; siete: Un kilo de tortillas y una docena de huevos; ocho: Esto es una esclavitud.»
     Sonrisa forzada.
     —Y de padecimiento actual puso: «Saltó desde cuatro metros de altura por envidia a saber que sentiría. Es el baile del tío Israel y la princesa Carolina.»
     —Me caía de sueño.
     Capitulación. Una víctima más para el altar de los sacrificios.
     —Cuando uno se está durmiendo escribe solo incoherencias y esto hasta rima. ¿No será que pretendía burlarse de nosotros?
     «Freud, todos quieren ser tú. La culpa, los delirios. ¿Por qué no aceptar lo evidente?: ¿Que si escribo dormido a las cinco de la mañana? Y canto y bailo. Después de un día de impostergables notas de evolución, de cambiar gasas y correr indicaciones, además de las dos inoportunas cirugías de media mañana y asistir adscritos en la consulta vespertina para terminar de apoyo en urgencias (sin omitir los puntuales ingresos a piso, el primero con el sol a todo lo alto y el último al terminar la noche), ¿qué esperaban? Mamá ¿por qué nací? ¿Por qué no morí de chiquito?»
     —Y vea: sacó la hoja, la firmó, volvió a meterla y escribió la exploración. Vea, vea.
     Nadie llorará al caballero águila cuando el puñal descienda y abra su pecho.
     —Vaya y repita las notas. Tiene guardia de castigo. Para que aprenda a no dormirse.
     «Dormir…»
     Otra vez lo hace. Otra vez los sueños:
     «Vuelo rasante sobre campos y edificios, vuelo en espiral.»
     —Doctor.
     —Señora.
     —Se durmió. No diga que no, lo estoy viendo. Vaya a descansar.
     La mujer en cama a la que llena el ingreso, la mujer cabestrillo y capellina que resbaló de la azotea por ajustar la antena del televisor. Aún tiene ánimos para burlarse de él. ¿Quién es el accidentado, doctor? Al lado, en la mesilla de los alimentos, la pesada Olivetti de eñe y ese que se traban y uve ausente que obliga a escribirla a mano. Retrasa unas líneas. Paciencia y corrector blanco.
     —No puedo.
     Los pendientes: una férula, tres ingresos, dos curaciones, un yeso circular, más los libros a leer: el de anatomía descriptiva, el de biomecánica, el de técnicas quirúrgicas, libros, libros, para documentar la sesión del viernes, que si la falla ya se las verá (maldita la hora en que se la asignaron), entre muchos otros etcétera. Ha perdido la cuenta. La culpa es de la cirugía a la que bajó a las dos de la mañana: «¿Por qué yo, si estoy en piso? No me toca urgencias» «Porque soy tu residente de segundo y si digo entras, entras»; la cirugía de la que apenas salió hace un rato.
     No hay buen ayudante en ninguna madrugada:
     —Eres un bulto.
     Los separadores mecidos de uno a otro lado y él con ellos. Torpe esquí sin agua.
     El desespero del cirujano:
     —Estorbas.
     Para colmo, el deficiente aspirador.
     —Aquí, aspírale aquí.
     A esa hora se es un bulto, una extensión inanimada del separador al que uno se sujeta para no caer al piso o, tanto peor, dentro de la herida quirúrgica.
     —Tenga cuidado.
     «Puedo volar. Dentro, fuera, allá. ¿Me ves?»
     Ayer, al pasar visita en urgencias, confundió los pacientes. Las enfermeras y su obsesión por reacomodar camillas antes del cambio de turno. Níveos duendes chocarreros.
     —Él requirió amputación debido a machacamiento severo de la pierna derecha.
     —¡No! —El paciente se abalanzó a una pierna a todas luces presente y sana— ¡Mi pierna, mi pierna!
     —Perdón, algo debió ocurrirle a mi lista. La amputación fue en otro. A él lo trajeron por esguince de rodilla.
     Un suspiro de alivio. Risas detrás. Empujones.
     —Ella está pendiente de laparotomía exploratoria. Probable apéndice.
     —Mi muñeca, doctor, es mi muñeca. Recuerde: resbalé en el baño… ¿Qué es laparotomía?
     Más risas. Su espanto ante la expresión del médico en jefe.
     —Doctor, mejor vaya a piso y traiga a otro residente.
     Carcajadas. Sensación a ridículo extremo cuando pretendía lo contrario.
     «Circunvoluciones. Sí, más alto. Planear entre un cielo azul y nubes blancas.»
     Sin embargo, hay que soportarlo todo, incluidos guardias y cansancio. Al fin que, dicen, terminado el primer año, solo muerto no se llega a especialista.
     «Distinguir un punto diminuto desde el firmamento. Definir presencias. Palparlas. Descender entonces en picado...»
     —SEÑORA.
     Sobresalto. La sábana que abraza, la redondez de una rodilla debajo que ha servido de almohada, la maternal expresión de la mujer (cabestrillo, capellina) que lo mira saltar de la silla y secarse el hilillo de saliva que le escurre de los labios. Con la otra mano coge la Olivetti. Un sol radiante ilumina la escena desde la ventana.
     Llegará tarde a la entrega de turno. Encima los pendientes en piso y la sesión a preparar. Los vitales libros. A despedirse de salir temprano.
     El inútil reclamo:
     —¿Por qué no me despertó?
     —Discúlpeme doctor, me dio pena. Lo vi tan relajado. Parecía un angelito.


sábado, 18 de febrero de 2017

De Colliure a Almería


      Un paso y te detienes ante la puerta que sabes con llave. Aun así manipulas la manija.
     —Abre —dices.
    Silencio. Das dos golpes.
     —Que abras.
   Mueves la cabeza ante el firme Belfast en que ha convertido la puerta del baño.
      —Estoy sentada.
     Escuchas a Rosalía. La Rosalía que conoces tan bien. La que permanece en las paredes, en sus cosas, en todo aquello que reclama suyo —En tu cabeza, no olvides mencionarlo—. La que grita:
     —Sentada.
    Tres años y lo mismo, desde el primer día. Le disgusta que la mires maquillarse, que la mires desnuda —excepto, claro, en esos momentos. Al caer la ropa caen también las murallas y resplandece. Lleva el control, siempre lleva el control. Nada dicen entonces. Mucho, decíamos mucho: el sudor, la piel, el hambre, los gemidos. Las quejas—, le disgustan los después, la incomodidad en cuerpo y sábanas.
     —Necesito entrar.
     —Espera.
    —Se me hace tarde.
  Dios mío, la hora que es, tendrás que romper varias reglas de tránsito para llegar a tiempo y ella:
     —Quítate de la puerta. Ya te dije, estoy sentada.
     Sentada.
    —Por favor.
     —¿Quieres que me enoje?
    Tres años de respetar puertas con cerrojo, de verla deambular por la habitación envuelta en una toalla revolviendo closet y cajones. Al final: vete, ya iré yo.
    El aburrimiento.
     —¿Por qué no eres diferente?
     Tantos reclamos.
    —¿Qué te cuesta?
     A los veintitrés te encuentras tan cansado.
      —Ay, Felipe. Eres tan ordinario.
      Y mediocre y rutinario. Común. Nunca harás nada diferente, nunca. A los veintitrés te levantas con todas las ganas para que ella las mate de plano.
      —Tú sabías que festejaríamos la Nochebuena en casa de mis padres. Un año con los tuyos y el siguiente con los míos. ¿Recuerdas?
      Rosalía derrumbada en la cama.
      —¿Recuerdas? Nochebuena con ellos y Nochevieja donde tú quisieras.
      —No —Su voz es apenas audible bajo de la almohada.
    —Por favor, levántate. Si ya estás lista. No hagas que te ruegue, no me gusta. Por favor.
      —No.
      De Colliure a Narbona hay ciento cuatro kilómetros y a Béziers ciento treinta. El letrero en carretera ha llamado a diario tu atención. ¿Y si me siguiera de largo? Más allá del hotel en que trabajo. ¿Y si continuara por la autopista hasta agotar el combustible, luego a pie, de aventón, la mochila a la espalda? Suena bien. Este maldito sentido de la responsabilidad.
      —Eres tan predecible. Cómo me gustaría que me sorprendieras. Los verdaderos hombres sorprenden. Y tú...
     —Yo solo quiero que estés bien. ¿No te das cuenta?
     —¿Estar bien? ¿Tenerme encerrada en un departamentito de un cuarto piso mientras vuelves del trabajo es estar bien?
     —No es eso. Tus estudios. Las vacaciones.
      —¿Mis estudios qué? ¿También te duelen? Yo sí voy a terminar una carrera. No como otros. Y para que lo sepas: vivimos en playa. Ir a la playa no son vacaciones.
      De Colliure a Pineda son ciento cuarenta y cuatro kilómetros en auto. Por mar es otra cosa. Depende del viento y la pericia que se tenga.
     —¿Vienes?
     —Ya te dije que no.
     —Vamos. Y mañana te llevo a Tolosa, o a donde quieras. Muy lejos del mar. Aún queda una semana de vacaciones.
     —No insistas. ¿Quieres que me enoje? Además, mañana iré a Port-Argelès con los de mi grupo. Tú haz lo que quieras; nos veremos a la noche.
     De Colliure a Badalona son ciento noventa y dos kilómetros y de allí a Almería ochocientos nueve. Ser instructor de natación y velerismo tiene sus ventajas. No lo tenía en mente. Al menos, no en ese momento. Un paseo para distraerme, cosa de unas horas, anoté en la bitácora del náutico; pero el repentino mal tiempo se puso a modo. Y el alargo roto del timón que me obligó a acercarme a la costa. Badalona a un palmo. Uno ve la oportunidad y se sumerge en ella abrazado a lo poco que se tiene. Qué importan las olas o el viento. Después fue caminar un buen rato. Más tarde en autobús. Me duele el Sun fast, cinco años con él y dejarlo a la deriva. Seguro ya lo recuperaron. Lo demás no duele.
     Dejas de hablarle al espejo del mar, roto ahora por las olas que desplaza un carguero. Miras detrás. Si te apuras estarás en la Alcazaba antes que se ponga el sol. No está tan lejos del puerto donde llevas horas escudriñando el Mediterráneo. Dicen que allá la vista es preciosa.
     De Almería a Colliure hay novecientos ochenta y ocho kilómetros y una frontera de por medio. Suficiente, amor.



lunes, 2 de enero de 2017

Quetzalla

    

     Cinco, dice Alejandro y se lanza al lago desde lo alto de unas rocas redondas. Elefantes, unos salvajes elefantes a los que ha dominado para admirar su territorio, aunque Keneth insista en que son hipopótamos, que los elefantes son grandes y orejones y esas rocas no tienen orejas.
     Al salir a la superficie, ve a Keneth a mitad de la escalera de piedras. Nadie sabe quién la construyó, siguiendo la curva del cerro entre bainoros y cacachilas, ni en qué año. Tan vieja, tan aprovechada por ellos cada tarde después de la escuela. De salto en salto, su amigo alcanza la roca de donde se lanzara y otra más arriba. Lo saluda. Cinco veces tú y ahora cinco yo, supérame.
     Alejandro nada de prisa hacia la cascada. A su espalda cuidado que te caigo y la zambullida de Keneth. Será su turno. Llevan semanas practicando y ya rompieron su propio récord, aunque jamás se atrevan a lanzarse de lo más alto. En su casa les ponen las cruces, niños, no le hagan confianza a las pozas y ellos algún día seremos famosos, unos valientes clavadistas y exploradores.
     Keneth, dice Alejandro. No hay movimiento. El lago refleja el bosque que rodea la poza como un plato limpio. Solo se escucha el chapoteo sin fuerza de la cascada y la algarabía de muchos pájaros multicolores y de unas verdes guacamayas. ¿Habrá dado contra el fondo? No lo cree, por eso se tiran en esa poza y no en las otras, un metro más de profundidad es un metro si se trata de clavados. La mayor de las guacamayas se separa del grupo revoloteando a uno de los desgastados escalones. Parece que lo mira, muy atenta; hasta que el grito de Alejandro la ahuyenta detrás de una higuera. Algo ha jalado la pierna de Alejandro, algo trata de hundirlo.
     —Soy un tiburón —emerge Keneth con los brazos abiertos en un remedo de hocico y dientes—, te comeré.
     —Y yo un cocodrilo—Alejandro también abre los brazos—. Los cocodrilos les ganan a los tiburones que se alejan del mar.
     —Yo te mordí primero.
     —No importa. El agua de aquí es mágica y me curé.
     —Roarrr.
     —Roarrr.
     Por un rato hay risas, salpicaduras de agua al rostro y empujones y más empujones, que seguirían de no ser por la guacamaya. Y Keneth mira y Alejandro es la misma de hace rato. La ven completar dos vueltas casi en sus cabezas para volver a la escalera, ahora hasta arriba. Allí se gira a uno y otro lado, se queda mirándolos, luego atrás, siempre al sendero entre los riscos.
     Mi abuelo me contó, dice Alejandro, que por ahí pasaron los españoles que descubrieron el oro y la plata del valle. Bueno, a lo mejor no por ahí, pero sí por alguno de los de aquí cerca. El abuelo cuenta cada cosa. Que a él se lo había contado su padre y a éste el suyo, que así hasta los tiempos de quienes lo vieron todo, porque solo de ese modo podía enterarse uno en la época de los antiguos, allá cuando Amador López salió con sus hombres de San Miguel de Culiacán.
     —¿Oíste?
     Keneth está de pie a la orilla de la poza, ¿en qué momento salió del agua?, los ojos fijos en la guacamaya que bate las alas dando saltitos. Los dos la oyen. ¿Hablan las guacamayas? Vengan, parece decirles, vengan, vengan.
     Corren por sus sandalias en un reñido quítate tú no tú. Sus padres y profesores les piden a diario que no hablen con desconocidos, que es peligroso, menos seguirlos. ¿Y a una guacamaya?
     Alejandro es el primero en llegar a la escalera. Fue Amador, Amador fue el primero, buscaba el cuarzo entre las rocas; si los rumores eran ciertos andarían cerca. Keneth lo alcanza en el tercer escalón y reanuda la competencia, esta vez hasta los riscos, donde una grieta mostró a Amador la riqueza oculta en el monte, las vetas de oro y plata resguardadas por aquel valle de guacamayas que los indígenas llamaban Quetzalla y los evangelizadores Real de minas de nuestra señora de las once mil vírgenes de Cosalá, ya puestos a explotar los yacimientos, y ellos qué más, abuelo, entre los chisporroteos de la fogata y el aroma de los dorados malvaviscos las noches de campamento.
     La guacamaya no está. Están sus huellas en el sendero y alguna pluma entre las hojas sueltas que el viento remueve en remolinos, pero a la guacamaya no se le ve por ningún lado; ni detrás de los riscos ni encima, ni oculta en las piedras. Tampoco dentro de un tronco hueco y caído. Nada. Qué raro, dice Alejandro. Algo así vieron al mago del último circo. Unos pases de las manos y la mujer desapareció en el humo. Sin embargo, allí no hay humo o varitas o sombreros de mago.
     —Espera.
     El abrazo de Keneth impide que Alejandro se interne más en el sendero, el tono de su voz. Mejor vámonos y Alejandro ¿por qué? mientras trata de liberarse. No me gusta. Los espíritus. Fantasmas. Aquí y en las viejas casas de Cosalá. Así como lo oyen. Unos dicen que son los mineros que regresan por sus fortunas. No, no me hagan esos ojos o se les saldrán, después no habrá quien se los ponga. Por Dios santo que es la pura verdad. Vienen por las noches, con su arrastrar de cadenas y movedero de todo, abriendo puertas y ventanas. Si lloran es porque no encuentran lo que buscan… Cuidado con el fuego, Keneth, te puedes quemar; siéntate junto a Alejandro. Otros dicen que han de ser los espíritus de los chamanes que siguen molestos por tanto destrozo de los blancos. Ellos veían por la naturaleza además de por su gente. Los blancos no.
     —¿Y los fantasmas?
     —Que se cuiden.
     Keneth aprieta los párpados y cuenta hasta siete, despacio. Los abre de golpe en el tres. Alejandro no está. Solo el sendero y la curva donde este acaba. A partir de ese punto no se han aventurado: es apenas una saliente que asciende a la cima. Amador alterna su mirada entre la de sus hombres y el barranco. Están cansados. Da un paso probando el terreno. Debe poner el ejemplo. Adelante, dice. ¿Y si resbala? Por más que Alejandro se tenga confianza podría caer. No sería el primero. Sus padres siempre a dale y dale con lo mismo. Olvídense de ir por allí. Nunca. Grábenselo, que ya han caído más de cuatro, niños también. Otra vez aprieta los párpados; los abre. No necesita conteos. No se trata de tomar carrera y lanzarse a la poza, siete y para abajo o a lo que sea. Seguirá cerro arriba y reclamará aquellos territorios para España. Han encontrado escasa resistencia de los naturales en la selva y espera en Dios que así continúe. Se santigua. Alejandro no estará lejos.
     Lo encuentra hincado después de la curva, algo se remueve con dificultad en la hierba muy cerca del borde. Alejandro evita que caiga al barranco.
     Es de guacamaya, dice mostrando el polluelo en el hueco de sus manos, todavía no abre los ojos. Y Keneth ¿de dónde salió? Una mirada a los alrededores revela el agujero en la pared del cerro. Dentro, otra cría trata de incorporarse y solo tropieza y rueda. Alejandro devuelve el polluelo al nido. No te salgas, y se quedan contemplándolos. Keneth qué lindos mientras Alejandro malos, malos, pórtense bien o se las verán con su mamá.
     —Hay que irnos —dice Keneth tocando el hombro de Alejandro—. No deberíamos estar aquí.
     La repentina urgencia de orinar se lo recuerda, la posibilidad de ser vistos. Lo ha sentido desde que subieron la escalera. Y están solos. No cuenta el ir y venir de las guacamayas por el aire.
     Alejandro no contesta. Lentamente ladea la cabeza y se enfrenta a Keneth, obligándolo a retroceder hacia el sendero.
     —Soy un zombi —gruñe.
     —Fantasmas, Alejandro. Puede haber fantasmas. No zombis.
     —Entonces, soy un zombi fantasma —le contesta. Lleva las manos por delante y camina con las rodillas rígidas y pasos pesados.
     —Los zombis fantasmas no existen.
     —Sí que existen. Son muy raros.
     Más gruñidos. Keneth asiente y levantando las manos, imita a su amigo. Tal vez, si se apuran a vestirse, hasta alcancen abierta la nueva tirolesa.


     Aguarda otro minuto aunque los niños no se vean por ninguna parte. En el hueco, los polluelos duermen muy juntos. Ojalá y sigan así. El sol encandila la sierra con la angosta franja del atardecer. Pronto se ocultará. Una mirada más a los polluelos y a los alrededores y el anciano se deja caer a la soledad del barranco con los brazos extendidos.
     Amador cierra la fila cuesta arriba con sus hombres, necesitan encontrar refugio antes que oscurezca. Se detiene para voltear atrás y sus pupilas se inundan del valle al fondo. Le pareció escuchar las voces de unos niños; pero no hay nadie. Una enorme guacamaya surge del borde del barranco, muy cerca de donde comenzaran a subir. Otras la siguen. La bandada se aleja coloreando el cielo en medio de un incesante parloteo.