sábado, 7 de febrero de 2015

La Puerta Entreabierta - Capitulo I



      No debería estar ahí. Esconderse es malo, y lo que es malo es cosa del Diablo. Mamá no se cansa de repetirlo. Cuando uno habla del Diablo de inmediato piensa en el infierno y el infierno es su mayor miedo. Más que ir a la escuela, más que encontrarse a solas con ciertos condiscípulos o los castigos en casa.

      El otro día ocurrió. Aún le duele el ojo izquierdo del lado de la nariz y no han desaparecido los arañazos en los brazos. Parecen rasguños de uno de esos pequeños dinosaurios asesinos que viera en televisión y no de las uñas tan cuidadas, tan filosas, de ella; todavía arden si los toca. No perdonó que perdiera la mochila. Menos lo que hizo, no hay excusa. Debió quedarse a soportar que lo humillaran. Debió ofrendar cada golpe recibido, cada insulto, darlos en sacrificio y no huir. ¿Cómo te atreves? Cuando la verdad está con uno no se huye, ¿qué no te lo he enseñado? Claro que se lo ha enseñado y bien; lo siente perfectamente en varias partes del cuerpo. Pero ellos eran cuatro: los niños Manjarrez y otros dos que desconoció, que de pronto salieron de una esquina y lo rodearon, empujándolo con fuerza, de uno al otro, mientras le gritaban cosas, cosas sucias, pecaminosas. Solo lo dejan en paz cuando aparece alguien. Echan a correr y él se queda componiéndose la ropa y el cabello. ¿Quién no lo ha hecho?, el niño raro del grupo, divirtámonos a sus costillas, burlémonos de su apariencia y sus modales. Sin embargo, la última vez algo pasó, algo que aumentó la ira de ellos y despertó la de ella; una reacción tan instintiva y aceptable en cualquiera... que no sea él. Decidirse a utilizar la mochila, primero de escudo, luego de arma, en contra del que tenía más cerca, fue suficiente. Sus miradas se volvieron líneas cargadas de odio. Uno lo cercó con los brazos, los demás le arrebataron la mochila dedicándose a destrozar cuanto había en ella. Después seguirían con él y entonces sabría lo que era bueno. ¿Quién te crees? A tirones se liberó del que lo sujetaba y huyó, corriendo, tropezando, levantándose y volviendo a correr. Ni siquiera se dio cuenta de que no lo perseguían, solo oía sus risas, cerca, a punto de saltarle encima. Todavía las oye en su cabeza: risas, risas, risas. ¿Cuánto durarán?
      El dolor en las manos le avisa que se hace daño y suelta la tabla de la cama que aprieta sin darse cuenta. Un cálido hormigueo en los dedos acompaña al retorno de la sangre. Con el chocolate caliente ocurre lo mismo; no obstante, el chocolate resulta agradable cuando pasa de la garganta al estómago. Esto no, esto duele. Se da vuelta para acomodarse mejor en el reducido espacio en que se encuentra y tropieza con un zapato. Más al fondo, descubre la pelota de tenis que encontrara detrás de las canchas del parque, entre su casa y la escuela, el día en que salieron de clases más temprano o no se habría atrevido a atravesarlo. ¿Me escuchas, eh? ¿Me escuchas? Nada de distracciones, derechito a casa en cuanto suene el timbre.
      Debajo de la cama el mundo es diferente y seguro. Debajo de la cama, las perspectivas cambian en cuanto asoma boca arriba por el borde de la colcha. Le gusta ver la recámara desde aquella postura. El techo se convierte en piso y los muebles están de cabeza. Es muy gracioso. Imagina que camina sin la molestia de ninguno de los objetos del suelo, que le saca la vuelta a las lámparas y al abanico, incluso brinca encima de ellos. De asomarse a las ventanas la tierra estará en lo alto y el cielo abajo. Un mundo así le encantaría. Mucho. Podría portarse mal y aun así ir al cielo. Porque las almas buenas suben, las malas bajan. Y abajo no estará el infierno. Le agrada esa visión; aunque jamás saliera de casa. Se perdería entre las nubes. Los humanos no saben volar, lo comprobó a los cinco años al saltar de una barda: un brazo roto y ocho puntos en la rodilla dieron fin a la aventura.
      Él no irá al infierno, el lugar horrible del eterno rechinar de dientes, el lugar donde las llamas nunca terminan y las almas de los pecadores se consumen, desde que recuerda se lo dicen. Vendrán por él cualquiera de estos días o noches, no importa la hora, y deberá estar preparado para cuando llegue el momento. Le aterroriza pensarlo, le paraliza. Como las figuras eternamente perseguidas por monstruos en el museo de cera. Él no es raro, aunque se lo restrieguen en la cara y crean que se ha acostumbrado. Para llegar al cielo se requieren sacrificios, los sacrificios resultan agradables a los ojos del Señor, y a él lo bendice la Gracia Divina. ¿Acaso no quieres agradarle? ¿Crecer a su vista? Con todas sus ganas. Hará lo que sea con tal de lograrlo. No debería estar ahí, escondido, debería continuar tocando puerta tras puerta, abrirlas, cumplir su cuota. Si al menos hubiera cubierto la mitad o la tercera parte; pero vendió una, solo una. Con la Biblia no se juega. Lo castigarán. Por su culpa la palabra no alcanzará más corazones ese día.
      No escuchó que se acercaran. Tampoco vio la mano que lo coge del cabello.
     —Te encontré. Ven, hablemos.
      Empieza a sudar, la sangre a golpearle las sienes. Conoce la voz. Instintivamente se aferra a aquella mano que lo arrastra fuera del refugio.
      —El Señor me ha dicho que le estás fallando.
      Claro que la conoce. Demasiado.
      


 




Pasaje de: "La puerta entreabierta" de Miguel Alberto Espinoza. Segundo lugar en el Premio Internacional Independiente en Torino, Italia, en su edición 2015. Material protegido por copyright.



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