Al fin se apaga. Rosaura retira su USB y toma su bolso. Se ajusta el abrigo, la bufanda. Suspira.
—¿Puedes acompañarme? —pregunta a Alejandra por encima del panel del cubículo y el crescendo de un aria instrumental—, ya todos se fueron.
—Dale con lo mismo, niña, son cinco pisos, ¿qué puede pasar?
—Que está muy solo.
Alejandra llena su taza con café dos dedos justos por debajo del borde y agrega leche descremada y un sobre de endulzante. Después la deja junto al teclado y pausa la música, siempre ajena a Rosaura, que aprieta labios, dientes, muslos y las ganas de orinar, pero no va a reclamarle (ni loca que estuviera).
—Como tú ya acabaste —Alejandra se levanta de su silla, Rosaura la sigue—, lo que es a mí me faltan dos informes y son las nueve, voy para largo. ¿Ves? —le muestra el pasillo a la entrada de la oficina—, tan tranquilo.
Rosaura no sabe que es peor, si el eco en el pasillo, el apurado taconeo de su amiga los treinta metros camino a los elevadores o el retumbo intenso de su corazón.
—Las niñas —dice—, si al menos mi madre las cuidara mejor. Cuando llego están hambrientas, mami, mami, mami, y las tareas sin terminar.
—Qué esperabas, con la edad de tu madre, gracia hace de cuidártelas.
—Es lo que me preocupa, su edad. ¿Y si alguien se metiera a la casa? ¿Si la empujaran?, ¿si la golpearan? O si algo me pasara a mí ¿te imaginas? ¿Qué sería de mis hijas sin mí?
—Ya, ya, la televisión te está afectando, no te creas todas las historias que se inventan. Pero anda, entra de una vez al ascensor que tengo que regresar a trabajar, buenas noches.
—Buenas noches.
Una vez sola, Rosaura oculta el bolso bajo el abrigo y lo oprime todo lo que puede contra su pecho mientras el ascensor desciende entre la quietud de pisos y oficinas.
Al abrirse las puertas, mira a uno y otro lado del oscuro vestíbulo. Da un paso fuera, dos, sus tacones resuenan con tanta fuerza que retrocede a la seguridad del elevador. Su espalda se estrella contra el metal de las puertas cerradas. El tablero le indica que el elevador anda por el tercer piso y hacia arriba. Está sola en una penumbra rota apenas por la lamparilla del recibidor. Allá irá. Se descalza, guarda las zapatillas en su bolso (la de cosas que una lleva en el bolso) y corre directo a la entrada para emerger a una noche solo niebla. ¿La camioneta? ¿En dónde aparcó la camioneta? Hace memoria y vuelve a correr, ahora hacia el estacionamiento. En cincuenta metros hay cincuenta kilómetros y en la niebla ojos. Miradas. Miradas y manos por todas partes. Manos extendidas que la tocan y jalonean, que la derriban. Comienzan a arrancarle la ropa. Defiéndete, piensa, muerde. Imposible, la estrangulan con su propia bufanda, pronto se desvanecerá. Vamos, muerde. MUERDE.
—Señorita —está diciendo el velador—, señorita ¿la asusté?
Él intenta sonreírle, muy atento a sus manos. Rosaura apenas atina a encontrar las llaves del auto en el laberinto de su bolso.
—Yo…
—Perdón si la asusté—la interrumpe—, vi su camioneta y decidí esperarla cerca. Por si acaso. Ya sabe cómo están las cosas hoy en día.
—Y se lo agradezco, en serio que se lo agradezco.
Rosaura se despide del velador y enciende la camioneta. Cuando arranca, empieza a reírse de ella misma. Hasta las lágrimas. Por eso no ve en el retrovisor la silueta del hombre que, más atrás, puñal en mano, desaparece entre la niebla.